John y Jennifer son biólogos formados en la Universidad de Yale. Tienen currículos idénticos y ambos han sido elegidos para ocupar dos puestos iguales como técnicos de laboratorio. Ahora, sus credenciales deben pasar por las manos de 127 profesores de biología, química y física, que sobre el papel tendrán que decidir su sueldo. Lo que no saben es que se trata de personajes inventados por un experimento de esta misma universidad sobre diferencias de género. Han creado la situación para ver cuál es el alcance del sesgo de género. La conclusión es clara: con los mismos méritos, es mejor llamarse John que Jennifer. Para ella, proponen un salario bruto anual 3720 dólares inferior. El estudio, publicado en 2012 en la revista PNAS, fue liderado por una mujer, Jo Handelsman, actualmente directora de la Oficina de Política Científica y Tecnología de la Casa Blanca y, por lo tanto, asesora en temas de ciencia del presidente Obama.
Pocas mujeres llegan donde está ella porque, a pesar de los adelantos, la ciencia aún es sexista. Con el mismo talento, a menudo las mujeres cobran menos que los hombres, tienen muchas más dificultades para prosperar, consiguen menos becas y tienen más posibilidades de acabar abandonando su carrera. Y es así en todo el mundo. Las mujeres que dirigen grupos de investigación todavía son minoría. En las 48 universidades públicas españolas solo hay tres mujeres rectoras. Y para ser rectora, primero hay que ser catedrática. En España tan solo un 15% de las cátedras universitarias las ocupan mujeres.
A la hora de recibir reconocimientos públicos, las mujeres también se quedan atrás. De los 457 premios Nobel que se han otorgado desde 1901, solo 11 han sido para mujeres. Ahora bien, muchas mujeres han trabajado duro en equipos donde otros miembros masculinos han recibido la distinción. Uno de los casos históricos más reconocidos es el de Rosalind Franklyn, biofísica y cristalógrafa de la Universidad de Cambridge (institución que no permitió que las mujeres fueran miembros de la misma hasta el año 1948 y en que durante años se estableció una cuota máxima de mujeres alumnas del 10%). Como investigadora, Franklyn realizó importantes contribuciones al descubrir la estructura del ADN en uno de sus experimentos. Ahora bien, fueron James Watson y Francis Crick, a quien ella enseñó inocentemente las imágenes que había obtenido, quienes publicaron los resultados en la revista científica Nature, y como consecuencia obtuvieron el reconocimiento de la comunidad científica internacional y ganaron el premio Nobel. A nivel público, ambos son reconocidos como los descubridores del ADN, cuando Rosalind Franklyn debería ser considerada la mujer que realmente abrió paso a una nueva era de la medicina.
Esta presencia tan escasa en la élite de la ciencia contrasta con el número de mujeres licenciadas y doctorandas. Si bien en algunas ingenierías las chicas son minoría, en algunas áreas, como las ciencias de la vida, representan el 75% de licenciados y más del 60% de doctorandos. Los porcentajes se adelgazan a medida que la mujer pasa de los treinta años, momento en que la mayoría empieza a plantearse tener hijos. Es en este momento que la gráfica estadística que hasta entonces dibuja dos líneas (la de los hombres y la de las mujeres) con trayectorias más o menos en paralelo se entrecruzan, formando una tijera en la que la hoja inferior, la que corta, la de las mujeres, cae en picado. Hay excepciones, pero lo cierto es que la maternidad y la falta de medidas para conciliar frenan el alto rendimiento, hasta puntos tan desalentadores que llevan a algunas mujeres a abandonar su carrera. Aparte de los prejuicios, la ciencia es exigente: es necesario publicar, asistir a congresos, presentarse a convocatorias que no esperan, viajar… Sin apoyo, todo ello no perdona, ni siquiera a las madres más entregadas que pasan horas ante el ordenador, escribiendo proyectos y dando al mismo tiempo el pecho a su bebé.
El hecho consumado de que en la élite científica los hombres sean mayoría está tan internalizado que incluso es frecuente que muchas de las mujeres que llegan a ser jefas y a publicar en las mejores revistas se encuentren en algún momento cara a cara con algunos de los estereotipos. No es extraño que, antes de conocerlas, la gente dé por supuesto que aquella mente relevante que interviene en estudios científicos de primera línea es la de un hombre. Algunas científicas de alto rendimiento relatan haber sido invitadas a un congreso como ponentes y encontrarse con que en el cartel de presentación ponía Mr. X, en vez de Mrs. X.
Romper ese techo de cristal que no permite que las mujeres científicas prosperen supone acabar con muchas inercias enquistadas en nuestra sociedad. Para empezar, este sesgo no es exclusivo del mundo científico. Las dificultades para conciliar están presentes en todas las profesiones que implican una cierta competitividad y dedicación, como la ciencia, el periodismo, la música o el liderazgo empresarial. Una madre tiene un 79% menos posibilidades de ser contratada que una mujer sin hijos y, encima, cobra menos, según un artículo que publica Nature en un especial sobre mujeres. Contrasta con el hecho de que, precisamente, para un hombre tener hijos sí es una ventaja competitiva.
En el mismo especial de Nature, diferentes autores ponen encima de la mesa las opciones para poner remedio a una situación realmente enquistada en nuestra sociedad. ¿Qué hacer en profesiones en las que, más allá de las condiciones laborales (que tampoco ayudan) la competitividad no permite ningún tipo de tregua? ¿Qué instrumentos pueden revertir el efecto tijera? La aplicación de cuotas es polémica. Sobre todo porque no resuelve los problemas de fondo, como la falta de medidas para facilitar la conciliación adaptadas a la carrera científica. Brigitte Mühlenbruch, presidenta de la European Platform of Women Scientists, en Bruselas, y Maren A. Jochimsen, directora del Essen College of Gender Studies, en Alemania, recogen en el especial de Nature una serie de propuestas. Para empezar, aunque se reconoce que el programa de ayudas de la UE Horizon 2020 incorpora el género como aspecto que deben tener en cuenta los que quieran optar a las convocatorias, denuncian que los comités que deciden a quién se otorgan las ayudas están formados mayoritariamente por hombres. También lo están los paneles de científicos revisores que deciden si se publica un artículo científico o no. Mühlenbruch y Jochimsen proponen que estos entes estén formados por al menos un 40% de mujeres.
Por otra parte, también proponen que exista una mayor flexibilidad en la presentación de convocatorias para las mujeres que hayan tenido hijos, que cuando un trabajo implique movilidad se tengan en cuenta medidas para la familia y que incluso se valore como un mérito más (y no como una penalización) el hecho de que una mujer haya tenido que interrumpir durante un tiempo su trabajo debido a la maternidad.
Los debates «Mujeres y ciencia» abordaron el papel de la mujer en la ciencia a través de las mesas redondas ’Mujeres y ciencia: la visión desde las instituciones de investigación de excelencia‘ y ‘En primera persona: la voz de las mujeres investigadoras‘.
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