En su pionero Velocidad de escape. La cibercultura en el final del siglo, escrito en 1995, traducido al castellano en 1998 por Ramón Montoya Vozmediano y publicado en Siruela, Mark Dery incluía un capítulo titulado «Robocopulación: sexo por tecnología igual a futuro», en el que se abordaban posibles vías de enaltecimiento y mejora del placer carnal a través del adorno o el complemento tecnológico. La mejora evolutiva de la lubricidad a través de algo que vaya más allá de la piel es, probablemente, tan vieja como el hombre, y no se trata, ni mucho menos, de ninguna posibilidad inédita que nos haya abierto esta revolución digital que, como bien sabemos, nos lo ha transformado todo (no siempre para bien, como sostenemos quienes contemplamos con alarma tanto la desintegración de la cultura del trabajo como el tsunami de narcisismo, ensimismamiento y atrofia de la empatía que ha traído consigo tanta hipervisibilidad y tanta abreviación de viejos protocolos relacionales de nuestro inmediato pasado analógico).
El primer homínido que talló el primer consolador artesanal para usarlo en orificio propio o ajeno fue quizá el primer posthumano de la historia. La imagen incluso abre la posibilidad de un sujeto prehumano y posthumano al mismo tiempo, idea que relativiza la supuesta gran distancia recorrida por la humanidad entre la caverna y Tinder de un modo tan eficaz como el de la famosa elipsis de 2001, una odisea del espacio, que convertía una osamenta lanzada al aire en una sofisticada nave espacial descendiendo entre estrellas.
En su texto, Dery no podía reprimir su perplejidad ante la portada del número 2 de la revista Future Sex, que mostraba la grotesca imagen de una pareja hipercableada y con la piel forrada de adornos cibernéticos, estampa mucho menos estimulante que la de haber mostrado a la misma pareja, por decirlo de algún modo, piel con piel. También constataba el autor que las primeras tentativas de sexo virtual y sicalipsis tecnológica poco tenían que ver con un salto cuántico a la hora de redefinir el sexo, erigiéndose más bien en variantes algo incómodas de la sempiterna masturbación: «En un futuro de ciencia ficción en el que la conciencia no estuviese limitada a ese viejo contenedor (el cuerpo), sino que pudiese alojarse en la memoria digital de un cuerpo robótico, parecería al menos concebible que la sexualidad humana pudiese ser abstraída de cualquier encarnación, incluso de una conciencia humana reconocible como tal. Sin embargo, todas las especulaciones sobre la sexualidad posthumana se detienen ante un hecho inevitable: siempre se hacen desde un punto de vista humano, para quienes la idea misma de sexualidad se define en términos de carne y humanidad.»
Hay una imagen cinematográfica que parece abrir sutilmente la puerta de esa sexualidad posthumana: el coito en motion capture que propone Leos Carax en un momento de Holy Motors. Convenientemente enfundados en piel sintética puntuada por sensores, un hombre y una mujer elaboran una danza de acrobacias y de cunnilingus sin cunnilingus que es volcada en unas formas digitales que pronto abandonan toda verosimilitud anatómica para retorcerse, mutar y confundirse entre sí. Curiosamente, la imagen de esos amantes polimórficos se parece mucho a la que sirvió de portada a la edición española de Velocidad de escape.
Antes de que seamos capaces de dar ese salto conceptual que nos libere del cuerpo (uno de los sueños de la mística, de hecho: todo nos viene de antiguo y entre lo sacro y lo profano a menudo solo hay una membrana muy tenue), la interacción entre deseo y tecnología habrá tenido que afrontar uno de los grandes peligros detectados por privilegiados visionarios de nuestra imparable inmersión en el futuro: esa muerte del afecto de la que tanto habló un J. G. Ballard que, de hecho, junto a futuristas, dadaístas y Marshall McLuhan, acababa apareciendo inevitablemente en ese texto de Dery que hablaba tanto de la erotización de la máquina como de la deserotización –y deshumanización- del hombre. En la exposición «+Humanos. El futuro de nuestra especie» destacan dos piezas que, de algún modo, funcionan como la luz y la sombra de esta cuestión y buscan soluciones civilizadas al riesgo de nuestra caída en la sima del solipsismo y el onanismo existencial.
+ HUMANOS. Entrevista. Catherine Kramer presenta “Teledildónica para relaciones a distancia”, de Kiiroo from CCCB on Vimeo.
La Teledildónica para relaciones a distancia que propone la empresa Kiiroo une dos modelos de herramienta de uso común –por un lado, el consolador y la vagina portátil; por otro, las redes sociales y la comunicación virtual- para ofrecer una mejora evolutiva tanto del acto de sexo solitario con aditamento como de ese sexo telefónico cuyos usos benéficos para acortar lejanías geográficas entre amantes preceden en bastantes años la consolidación de las casi siempre nefastas líneas eróticas. Si el sexo telefónico ayudó y contribuyó a revitalizar el poder seductor de la palabra, la teledildónica ofrece la oportunidad de fortalecer aquel sentido que, según el maestro Jan Švankmajer –autor de una película fundamental sobre la masturbación y el fetiche: Conspirators of Pleasure-, tenemos más adormecido: el tacto. Sofisticados artilugios que masajean nuestros genitales mientras vemos a nuestros amantes en la distancia y hablamos con ellos proporcionan una innegable mejora respecto a otras estrategias previas, pero siguen topando con un viejo obstáculo que cobra una doble forma: pese a todo, seguimos estando solos, seguimos sintiendo la nostalgia de la piel…, porque no hemos aprendido a desarrollar una conceptualización de la sexualidad que nos libere del cuerpo. La teledildónica es algo parecido a comprarse un sofá mucho más cómodo (y con posibilidad de masajeo bajo el tapizado) para ponerlo donde antes había… otro sofá.
+ HUMANOS. Entrevista. Julijonas Urbonas habla de la “Máquina orgasmática” from CCCB on Vimeo.
La pieza de la exposición que más impresionó a este visitante fue la que prácticamente cerraba el recorrido: la Montaña rusa eutanásica de Julijonas Urbonas, una atracción aparentemente diabólica –pero en el fondo tan racional como la teledildónica- diseñada para garantizar una muerte inevitable –si bien placentera y espectacular- a sus usuarios. Es sabido que, en una exposición, las piezas dialogan entre sí y adquieren nuevos sentidos inesperados. Separadas por la distancia del recorrido, la Montaña rusa eutanásica y la Máquina orgasmática Cumspin conspiraban para inspirar una conexión entre Eros y Tánatos: además, habían salido de la cabeza de un mismo artista y compartían los códigos de la atracción ferial, lanzando el mensaje secreto de que el territorio cotidiano que más puede acercar al ciudadano de a pie a la experiencia mística de salirse del cuerpo es el parque de atracciones. Urbonas maneja, al hablar de su sofisticada Cumspin, conceptos tan estimulantes como los de «orgasmo hipergravitacional» y «sexo extraterrestre», que sugieren, pues, un acercamiento a esa utopía propuesta por Dery, la de una verdadera sexualidad posthumana que nos obligue a pensar más allá de nuestro envoltorio carnal. En la Cumspin se dan la mano el recuerdo del acumulador de energía orgónica de Wilhelm Reich y el de esa réplica bufa que fue el orgasmatrón imaginado por Woody Allen en El dormilón, al tiempo que se gestiona y racionaliza el uso seguro de esa autoasfixia erótica que llevó a los personajes de El imperio de los sentidos y a celebridades como David Carradine a transformar la petite mort en una muerte a secas. Lo desalentador de la Cumspin es lo que acaba diciendo de ella Julijonas Urbonas al final del vídeo: es solo una hipótesis. Es decir, pertenece, todavía, al terreno de lo utópico.
Muchas películas de ciencia ficción recientes han hablado del robot como prótesis afectiva de una humanidad tocada por severos déficits emocionales. Cada vez resulta más fácil volcar una simulación del afecto en una inteligencia artificial, pero parece que todavía se nos escapa eso de inventarnos sexualidades que trasciendan nuestra condición humana. Quizá el futuro acabe siendo eso: el lugar en el que amor y sexo vivirán en universos radicalmente distintos, donde aquello que llamábamos amor será lo que simularán nuestras creaciones sintéticas, mientras que todos nosotros nos hallaremos embarcados en inéditas acrobacias y posibilidades sexuales para las que ni siquiera hemos sido, de momento, capaces de esbozar un lenguaje.