¿Cuándo y cómo se convirtió en una virtud la autoestima? ¿A qué intereses ideológicos responde esta supuesta virtud, recientemente acuñada? Encontraréis la respuesta a estas preguntas en L’ètica de l’autoestima i el nou esperit del capitalisme, la última publicación aparecida en la colección Breus, basada en la conferencia (ver vídeo aquí) pronunciada por Josep Maria Ruiz Simon en el marco del ciclo Virtuts ahora hará un año.
Estamos acostumbrados a pensar las virtudes como valores abstractos, universales y eternos, que acompañan y acompañarán al ser humano como un espejo ético y espiritual. ¿Quién osa poner en duda ideales tan arraigados en nuestra civilización como la sabiduría, la justicia, el coraje, la honestidad, la paciencia, la fortaleza o la moderación, todos ellos presentes en el ciclo Virtudes? Ciertamente, la autoestima no forma parte de este elenco venerable de cualidades morales encaminadas a una vida buena, bella y justa. Como explica Ruiz Simon, la actual consideración de la autoestima como una virtud tiene origen en el pensamiento utilitarista de autores como Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, que descuidaron la idea aristotélica de que “las virtudes eran hábitos en sí mismos honorables”… independientemente de la felicidad que pudiesen dar a sus posesores. El carácter desinteresado que era la esencia de la virtud pasó a segundo plano en favor de un nuevo tipo de “contabilidad moral”: en Franklin la virtud es aquello que trae la felicidad entendida como éxito (por ejemplo, la prosperidad económica o el cielo).
La asociación creciente entre virtud, felicidad y éxito personal se constituyó en una “ética precapitalista” indisociable del desarrollo de un capitalismo que se ha ido vaciando de contenido mientras consagra la eficacia, el liderazgo, la flexibilidad, la competitividad y la adaptabilidad. Estos nuevos valores con tufo empresarial, subsumidos en el valor supremo de la autoestima, se han esparcido en las últimas décadas al amparo del programa neoliberal y de derivados suyos como el pensamiento positivo y la industria de la autoayuda, que se han instalado en las estanterías de los supermercados, en los canales de televisión, en la política (el Tea Party és un claro exponente) y hasta la academia. Especialmente en los Estados Unidos, estas instancias han empleado un discurso ideológico según el cual sólo virtudes como la autoestima garantizan el progreso del individuo a través de la “selección natural de la economía”, que condena a la extinción a todos aquellos que contradicen sus exigencias. Es significativo que esta selección natural sui generis inculque la importancia de la autoestima a los individuos mientras los fuerza a humillarse y sacrificarse si quieren sobrevivir en medio de fenómenos como la precarización, la desregulación, la exclusión social o la célebre “privatización de las ganancias y socialización de las pérdidas”. El argumento es el siguiente; la falta de autoestima es la raíz del problema: la culpa no es del Estado, ni de la economía, ni de la empresa, ni de las instituciones, sino del individuo, que se ha quedado corto en su afán de superación y de optimismo. Así pues, la ética de la autoestima carga sobre el individuo una responsabilidad excesiva al paso que libera de responsabilidad social a los actores económicos y políticos. Recordemos a modo de ejemplo la divisa de Ronald Reagan: “En la presente crisis, el gobierno no es la solución a nuestros problemas; el gobierno es el problema”.
Paradójicamente, lejos de fomentar el amor propio la autoestima deviene una trampa, exigiendo la renuncia a la dignidad y a derechos sociales básicos, que es lo que a menudo implican eufemismos de la jerga empresarial como los arriba citados: eficacia, liderazgo, flexibilidad, competitividad y adaptabilidad. Esto de la autoestima está parece fantástico desde el punto de vista de los depredadores privilegiados de la especie que han conseguido imponer su ley en el proceso de selección natural de la economía neoliberal y contemplan el panorama desde la asepsia de sus despachos. Calígula y Jack el Destripador también tenían autoestima, observa Ruiz Simon. También la tenían, podríamos añadir, Bernard Madoff y otros “triunfadores” de las altas finanzas. Pero el resto de nosotros “haríamos bien en buscarnos otras virtudes”.
Lucas Villavecchia