Ahora hace cien años que se inauguraron las primeras bibliotecas públicas de Cataluña. Desde entonces, han dado juego a lectores, autores, editores, hijos de padres estresados, jubilados aburridos y políticos en campaña. Han dado juego a todo el mundo. Por eso, su responsable, Carme Fenoll, ha dicho que ya basta. Las bibliotecas quieren ser protagonistas. El Institut d’Humanitats de Barcelona, el Servicio de Bibliotecas de las Generalitat y el CCCB han organizado La biblioteca. Imaginario e historia de una idea, un ciclo de nueve conferencias que las convierte en la estrella del debate. ¿Cómo han cambiado, en dos mil años, las casas para alquilar libros? ¿Qué relación tenía Proust con ellas? ¿Qué escondían en Pérgamo? Sabios y gente del ramo hablarán de ello durante los próximos dos meses. Pero de momento, asaltamos la Biblioteca Pública de Nueva York, la que queda en Bryant Park, escoltada por leones, que Jordi Puntí glosa en la conferencia inaugural del ciclo.
Porque resulta que Jordi Puntí, Jordi Puntí i Garriga, de cuarenta y ocho años, escritor de Manlleu y universal, ha pasado dos meses en el Ritz de las letras. Diez meses investigando en un despacho silencioso de la Biblioteca Pública de Nueva York, rodeado de premios Pulitzer y de colaboradores del The New Yorker. Diez meses con una escuadra de bibliotecarios para servirle en exclusiva. Para buscarle aquel maldito documento que nos hace perder tiempo. Para encontrarle unos datos que no pensaba que existiesen. Y eso ha podido hacerlo con una beca de la Fundación Cullman y un proyecto que aúna bien los universos catalán y americano: la vida de Xavier Cugat. Pero vayamos primero a la suite y después ya hablaremos de su proyecto.
En la biblioteca, Puntí compartía un espacio de acceso restringido con quince becarios. Era un espacio con una sala central llena de mesas y sofás para que los afortunados fuesen comentando sus investigaciones. Entre los becados había cuatro novelistas y once ensayistas o biógrafos. Estaba Megan Marshall, que ahora escribe una biografía sobre Elisabeth Bishop. Una estudiosa del cambio climático en la Viena del XIX. Un curioso de los burdeles y las esquinas de Nueva York en las que se vendían y se venden los hombres. Y también estabais todos vosotros. Porque Jordi Puntí, en su despacho, desplegó el Alcover-Moll y la obra completa de Josep Pla. Y allá donde hay un volumen de Alcover o de Pla –por un milagroso alehop místico– estamos todos los lectores de esta lengua.
Jordi aterrizó en la biblioteca de Nueva York en el mejor momento, porque hacía seis años que los americanos discutían por un proyecto de remodelación. La versión oficial es que Norman Foster quería convertir el edificio central de la biblioteca en un espacio más dinámico. La versión de los sabios y chupatintas es que se habría convertido en un parque temático que salía muy caro. Además, suponía eliminar las siete plantas de almacén de libros: era necesario enviar la mitad a una sala que queda debajo de Bryant Park y la otra mitad a New Jersey. Desde Lydia Davis a Edmund Morris pasando por Mario Vargas Llosa, todos los intelectuales se estremecieron. Aquello era un centro de investigación. No podía convertirse en una reunión de aficionados con intereses culturales. Además, un libro tarda dos días en viajar de New Jersey a Manhattan. Eso no se podía tolerar. Como tampoco se podía tolerar que la gente se llevase los libros en préstamo, porque para el préstamo ya hay otro edificio y el ecosistema se podría alterar. Hubo un debate público. Manifestaciones. Presiones por todos lados. Y al final el proyecto de Foster se retiró.
¿Qué pasaría si la Biblioteca de Cataluña decidiese llevar parte de su fondo a Pont de Suert? Pues nada. Porque la mayoría de los catalanes que estudiamos lo hacemos por deporte. O sea que no lo hacemos por dinero y por tanto una tarde no cambia nada. Y porque el resto no ha estado nunca en la Biblioteca de Cataluña si no es para ver teatro o algún concierto, que van muy bien para hacer dinero. El alquiler de espacios de bibliotecas no es un invento de catalanes tacaños. Explica Puntí que, en estos diez meses, en la biblioteca de Nueva York vio desde bodas hindús a cursos de esgrima. También habla de la cultura de las donaciones, que está a la orden del día. Y habla de un alma, pienso que pecadora y con ganas de purgar, que en 2014 donó cinco millones de dólares de forma anónima.
Y en este reino que reúne desde mapas climáticos de la Viena imperial hasta el último premio Carles Riba, ¿qué hacía Jordi Puntí? Estudiar la vida de Xavier Cugat, sobre quien está escribiendo una novela. Aquí recordamos a un Xavier Cugat gagá, en el restaurante Tritón, acompañado de Nina y pagando facturas con dibujos. O lo recordamos montando el show con Mary Santpere. O paseándose con batín y un chihuahua por el Ritz. Pero Xavier Cugat tiene una de las carreras más exitosas del Principado. Es el catalán que mejor ha cumplido el sueño americano, el que más trabajo y dinero ha hecho en Nueva York y en Los Ángeles.
Xavier Cugat era un hombre de vida esquiva, que hoy se forra y mañana se arruina, que hoy se enamora y mañana corramos todos. Llevaba una vida improbable de compositor, director de orquesta, caricaturista, descubridor de voces y de divas. Una vida de fábulas, medias verdades, hilos que cuesta atar. Era un hombre de negocios estelares, capaz de vender falsos turrones de Agramunt en Los Ángeles. O de vivir de la información privilegiada que había acumulado intrigando. Xavier Cugat era… ¿qué os diría? Un personaje de novela de Jordi Puntí, que hace años que explora la identidad, eso tan delicado, tan ligado al interior, que construimos con recuerdos públicos y privados, con mundos que se han roto y con mentiras.
Jordi Puntí, aquel niño de Manlleu que se tiraba piedras con los castellanos, siempre fascinado por los mundos marginales y por los personajes rocambolescos, novela ahora la vida del rey del mambo. Y lo hace después de pasar unos meses en el Ritz de las letras, con una escolta de bibliotecarios a su servicio y todo el material del mundo a su inmediata disposición. Suerte que es medio místico y dice que la biblioteca es para él un estado mental. Cuando has vivido la Ritz, no debe de ser fácil tirar con hoteles de tres estrellas.