La primera vez que vi un cíborg en directo fue en 2009. Aquel año mi amigo Raúl me informó emocionado de la visita de Kevin Warwick a Terrassa, mi ciudad natal, con motivo de una conferencia que impartía dentro del Concurso Internacional de Robótica. Llegó el día y la expectación era máxima. El profesor de cibernética hablaba de su trabajo diario frente a una audiencia repleta de jóvenes ingenieros. Fascinados, atendíamos al discurso de un experimentador que era a su vez el principal experimento: Warwick llevaba implantado un chip que conectaba su sistema nervioso a una máquina, lo que le convertía en el primer cíborg de la historia.
Durante toda la conferencia tuve la impresión de que nos encontrábamos muy cerca de esos futuros que había descubierto en tantos libros y películas de ciencia ficción. Sin embargo, pese a que su trabajo con robots e inteligencias artificiales era puntero, lo que más llamó mi atención fue una de las aplicaciones en las que Irena, su mujer, sufrió los daños colaterales de convivir con un pionero en esa área. Warwick explicaba entre risas que había logrado convencerla para que participara en su investigación y que habían realizado una comunicación directa cerebro a cerebro. Él sentía en su cerebro los movimientos de la mano de su mujer. Incluso, añadiendo un toque picante al discurso, el investigador afirmaba que ese tipo de conexión era aún más íntimo que el sexo.
La idea me pareció maravillosa. Mi concepto de cíborg siempre se había acercado más al de un ser humano al que le quitamos algo de humano y le ponemos algo de máquina, y de golpe descubría una interacción que se saltaba la barrera de los cuerpos de dos personas y les permitía comunicarse a un nivel de intimidad nunca visto. Aquello no sonaba artificial, sino tremendamente humano. No se hablaba de bits, cables o conexiones sino de sensaciones y sentimientos. El ciborguismo les permitía sentirse el uno al otro como ninguna pareja lo había conseguido hasta el momento. Era un paso más en nuestra capacidad de interactuar con los otros, de sentirnos, de unirnos.
Por fortuna para su discreta vida, Warwick no parecía uno de esos cíborgs futuristas de Ghost in the Shell. Sus implantes estaban muy bien disimulados bajo la ropa. El primer avance hacia la visibilidad ciborguiana quedaba reservado para Neil Harbisson, quien tuvo que batallar con el gobierno británico hasta que aceptaron la antena que asoma bajo su cabellera como parte de su cuerpo, lo que le convertía en el primer cíborg con documentación oficial que demostraba su condición. Neil luce tan llamativo complemento capilar porque nació con una acromatopsia que solo le permite ver en escala de grises. Gracias a su extensión artificial es capaz de convertir los colores en sonidos y así «escucharlos» gracias a la plasticidad del cerebro.
Esta peculiaridad de Neil –sumada, por qué no decirlo, a un gran afán mediático y un importante sentido de la notoriedad pública– le ha llevado a dar conferencias alrededor del mundo como cofundador de la Cyborg Foundation, defendiendo que los humanos podamos instalar en nuestros cuerpos tecnologías que como a él nos permitan desarrollar nuevos sentidos o extender los que ya tenemos más allá de nuestra corporeidad. ¿Se preguntan si existen límites físicos para esa extensión sensorial? En la exposición «+Humanos» del CCCB tenemos la respuesta: un pintoresco busto (bautizado como «cabeza sonocromática») dispone de la tecnología para detectar un color por medio de una réplica de la cámara de Neil que le envía la información a través de internet. Estará recibiendo las frecuencias de los colores desde cualquier lugar del mundo. Teniendo en cuenta que por la exposición han pasado miles de visitantes y que aún se esperan muchos más hasta el 10 de abril, solo podemos decir una cosa: bendita paciencia la de Neil.
+ HUMANS. Entrevista. Neil Harbisson parla del “Cap sonocromàtic” (Cyborg Foundation) from CCCB on Vimeo.
Dejando a un lado peripecias artísticas de semejante calibre, el movimiento del que Neil Harbisson es abanderado abre muchísimas posibilidades a las personas que, como él, padecen alguna limitación como la acromatopsia. Al fin y al cabo, el cometido de su cámara es el mismo que el que nos llevó a desarrollar hace miles de años las primeras prótesis artificiales: suplir una discapacidad con elementos ajenos al cuerpo humano. Visto de esta manera, el ciborguismo es una excelente solución para todas las personas que sufren un impedimento remediable mediante la tecnología.
El caso de Moon Ribas es distinto. La otra fundadora de la Cyborg Foundation no necesitaba suplir ninguno de sus sentidos, sino que quiso aumentarlos por medio del que se bautizó como brazo sísmico. Con la idea de experimentar el planeta de una forma más profunda se introdujo en el brazo un sensor que vibra cuando se produce un terremoto en cualquier parte del planeta, lo que según palabras de Moon le ha permitido extender sus sensaciones con ese «nuevo sentido sísmico». Si bien es cierto que ese nuevo sentido no deja de ser una suerte de interocepción –o percepción interna– que todos tenemos, la iniciativa de Moon es una pequeña muestra del enorme potencial del ciborguismo. Su sensibilidad se extiende a cualquier lugar del mundo, lo que le permite ser más consciente de lo que sucede en nuestra realidad. Bien pensado, esta circunstancia no es nueva para los que vivimos en el primer mundo: el último atentado en París o la triste situación de los refugiados de Siria han removido muchísimas más conciencias ahora que si hubieran tenido lugar hace diez o veinte años, gracias al acceso que tenemos a toda esa información a través de nuestras tablets y smartphones –también han dado voz a multitud de racistas e intolerantes, no lo olvidemos–. Lo único que nos diferencia de Moon Ribas o Neil Harbisson es que no llevamos la tecnología integrada en nuestro cuerpo.
+ HUMANS. Entrevista. Moon Ribas parla del “Braç sísmic” (Cyborg Foundation) from CCCB on Vimeo.
Pero olvídense –al menos a corto plazo– del desarrollo de capacidades para las que nuestro cerebro no esté preparado por la evolución que ha tenido este órgano hasta la actualidad. Si Thomas Nagel reflexionaba en 1974 sobre qué se siente al ser un murciélago, Kevin Warwick actualiza y reformula la cuestión en clave tecnológica en su libro I, cyborg al preguntarse: «En ausencia de referentes sensitivos previos, ¿mi cerebro será capaz de procesar señales que no se corresponden con la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto?» Sin embargo, es casi imposible no dejar volar nuestra imaginación con las maravillosas posibilidades que ofrece el ciborguismo. Piensen en lo que podría ser sentir lo que siente el planeta –permítanme semejante antropomorfización de nuestro hogar–, o conectar con las emociones de los habitantes de todo el globo.
Tal vez esa hiperconectividad nos permita comprendernos mejor unos a otros. Extender nuestra empatía no solo a los que percibimos con nuestros sentidos clásicos, sino también a los que sentimos de nuevas formas gracias a la tecnología. Un futuro utópico con muchos baches en el camino –todo avance tecnológico conlleva su reverso tenebroso, ya que las posibilidades de control de una sociedad crecerían exponencialmente si la red tuviera acceso a nuestras interioridades, amén de que con nuevas diferencias nacerían nuevos miedos y odios–, pero que bien aprovechado podría servir para lograr una mayor comunión entre los individuos de nuestra especie. Quién sabe, tal vez nuestro futuro se convierta en una gran ironía por la que incorporar tecnología a nuestros cuerpos nos acaba haciendo más humanos.