El proper dimarts 26 de juny, a les 19:30h, el CCCB acollirà l’acte “La llengua com a pàtria” en el qual parlarà l’escriptora Herta Müller, premiada amb el Nobel de Literatura l’any 2009. Aquesta conferència, co-organitzada amb el Goethe Institut, és una ocasió excepcional per conèixer aquesta escriptora de singular trajectòria biogràfica i autora d’una obra extensa i punyent, que reflecteix el drama humà d’alguns dels episodis més durs de la recent història europea.
Nascuda a Romania, però dins d’una família de la minoria alemanya de la regió del Banat, Herta Müller va viure la seva joventut sota el règim dictatorial de Nicolae Ceaușescu, fins que als anys vuitanta va decidir exiliar-se a Berlín. La seva obra, escrita en la seva llengua materna alemanya, està marcada per aquest sentiment d’exili permanent, primer en una terra on la seva minoria havia estat fortament perseguida, i després per l’exili real, fugint d’una dictadura que estava anihilant física i moralment el país i la seva població. Així és com per Müller la llengua acaba sent l’única pàtria que realment coneix, una pàtria que tanmateix és fràgil i que, algun dia, també pot acabar fallant.
Ens complau oferir-vos a continuació, com a anticipació a la seva intervenció del proper dimarts, l’assaig “¿Es la lengua nuestra patria? Hablar es un hilo que hay que anudar una y otra vez”, escrit especialment en motiu del 60 aniversari del Goethe Institut i que aquí podem gaudir amb una traducció al castellà de l’assagista i traductora Rosa Sala Rose:
«Cada lengua determina con imágenes distintas la mirada de sus hablantes sobre el mundo. Quien alterna entre lenguas distintas pierde certezas, pero también añade aprendizajes»
En el dialecto del pueblo bánato-suabo en el que he crecido, se decía: el viento “camina”. En el alemán estándar que se hablaba en el colegio, se decía: el viento “sopla” (weht), y eso para mí, que tenía siete años, sonaba como si se hiciera daño (wehtun). Y en el rumano que entonces empezaba a aprender en el colegio se decía que el viento “bate” (vintul bate). A mí eso me sonaba como si el viento les hiciera daño a otros. Y tan diverso como puede ser el viento cuando sopla, lo es también cuando se detiene. En alemán se dice que el viento se ha “acostado” (gelegt), mientras que en rumano se dice que el viento “se ha detenido”, (vintul a stat). Este ejemplo del viento es sólo una de las muchas imágenes siempre distintas que entre dos lenguas diferentes sirven para calificar una misma cosa. Entre todas las lenguas surgen imágenes. Cada frase es una mirada sobre las cosas que sus hablantes han formado de manera única e intransferible. Cada lengua mira el mundo de otra manera; ha encontrado de manera distinta todo su vocabulario gracias a esa otra mirada; es más, incluso lo ha enhebrado de manera diferente en la red de su gramática. Cada lengua guarda otros ojos en sus palabras.
Azucena, crin, es masculino en rumano. No hay duda de que la azucena nos mirará de una manera distinta que el azucena. En alemán nos las vemos con una florida dama y en rumano con un señor. Cuando se conocen ambos puntos de vista, la señora azucena y el señor azucena se columpian juntos en nuestra cabeza. ¿En qué se convierte la azucena cuando dos lenguas corren en paralelo? En una nariz de mujer, en un paladar de hombre. ¿Huele a algo que va y viene o a algo que permanece más allá del tiempo? Una azucena de doble fondo siempre se nos moverá en la cabeza y por eso dirá más de sí misma y del mundo que una azucena monolingüe.
La lengua transforma objetos
Cada vez que un mismo objeto pasa de una lengua a la otra se ve sometido a transformaciones. No importa de qué lenguas se trate. La visión de la lengua materna se enfrenta a lo que se ha visto de otro modo en la lengua foránea. La lengua materna se obtiene casi sin querer. Es una dote que va surgiendo sin que nos demos cuenta. Pero será juzgada por otra lengua que llegue más tarde y de otra manera. De repente, en lo que en su día fue algo natural se hace perceptible todo lo que las palabras tenían de accidental. A partir de entonces la lengua materna ya no será la única estación de los objetos ni la palabra dicha en la lengua materna será la única medida de las cosas. Sí, claro, para nosotros la lengua materna nunca dejará de ser lo que es. En general pensamos que ella nos da la medida, por mucho que esta medida se vea relativizada por las miradas de la lengua que se le ha añadido. Sabemos que esta medida accidental, pero instintiva, es lo más seguro y necesario que tenemos. Se pone gratis a disposición de la boca, sin que la hayamos aprendido conscientemente. La lengua materna está ahí de manera tan instantánea e incondicional como la propia piel. Y es igual de vulnerable que ésta cuando los demás la desprecian, la ignoran o incluso la prohíben.
Quien, como yo, llegaba a la lengua nacional que se hablaba en la ciudad rumana procedente del dialecto de mi pueblo y provista tan sólo de un precario alemán estándar, lo tenía difícil. Durante los dos primeros años en la ciudad me costaba menos encontrar la calle correcta en un territorio desconocido que la palabra correcta en la lengua nacional. El rumano se comportaba respecto a mí como mi semanada: nunca era suficiente. Lo que yo quería decir tenía que pagarlo con las palabras adecuadas y había muchas que yo no conocía, y las pocas que conocía no se me ocurrían a tiempo. Pero hoy sé que esta cualidad de lo paulatino, esta vacilación que me obligaba a quedarme por debajo del nivel de mi pensamiento, también me daba el tiempo necesario para admirar la transformación que se producía en los objetos a través de la lengua rumana.
Sé que puedo considerarme afortunada por que así fuera. ¡Qué mirada tan distinta le daba el rumano a la golondrina, la rîndunica, que significa ‘sentadita en fila’! ¡Cuánto más intensa que la palabra alemana! El mismo nombre de este pájaro deja dicho que las golondrinas se sientan en los cables muy pegadas la una a la otra y formando una fila negra. Yo ya lo había observado en el pueblo todos los veranos, antes de conocer la palabra rumana. Me quedé sin respiración al ver que se podía nombrar a la golondrina de una manera tan bella. Se daba cada vez con más frecuencia que la lengua rumana tuviera palabras más sensuales, más apropiadas a mi sensibilidad, que mi lengua materna. Ya no habría querido renunciar a la tensión de las transformaciones. Ni al hablar, ni al escribir. En mis libros aún no he escrito ni una sola frase en rumano, pero, naturalmente, el rumano siempre escribe conmigo, pues ha crecido invadiendo mi mirada.
La lengua más familiar
A la lengua materna no le perjudica que sus aspectos accidentales se hagan perceptibles en las miradas de las otras lenguas. Al contrario, someter a la lengua propia a la mirada de otra nos lleva a una relación totalmente segura, a un amor sin esfuerzo. Yo nunca amé a mi lengua materna porque fuera mejor, sino porque era la más familiar. Pero la confianza instintiva en la lengua materna puede verse desbaratada. Tras el exterminio de los judíos durante el nacionalsocialismo, Paul Celan tuvo que vivir con el hecho de que su lengua materna alemana fuera también la lengua de los asesinos de su madre. Pero ni en esa fría brecha Celan pudo sacudírsela de encima, pues la primera palabra que Celan aprendió a decir ya contenía esta lengua. Fue su primera intimidad y tuvo que seguir siéndolo. Incluso cuando ya olía a las chimeneas de los campos de concentración, Celan tuvo que tolerar esta lengua como el contacto más íntimo de su paladar, aunque hubiera crecido entre el yiddish, el rumano y el ruso y aunque el francés se acabara convirtiendo en su lengua cotidiana.
Muy distinto fue el caso de Georges-Arthur Goldschmidt. Tras la aniquilación de los judíos escribió en francés durante décadas, repudiando la lengua alemana. Pero no la había olvidado. Y sus últimos libros, escritos en alemán, son tan virtuosos que la mayoría de los libros escritos en Alemania quedan deslucidos a su lado. También se puede decir que a Goldschmidt le robaron durante mucho tiempo su lengua materna.
Uno se lleva su lengua
Muchos escritores alemanes se mecen en la convicción de que la lengua materna, si fuera preciso, sustituiría todo lo demás. Y aunque para ellos nunca fue preciso, dicen: “la lengua es la patria”. Los autores cuya patria siempre estuvo incuestionablemente a su disposición y a cuyo hogar no le sucedió nada verdaderamente amenazador, me irritan con esta afirmación. Quien siendo alemán dice “la lengua es la patria”, está en la obligación de enfrentarse a quienes acuñaron esta frase. Y los que la acuñaron fueron los exiliados que habían escapado de los asesinos de Hitler. Al aplicársela a ellos, el dicho “la lengua es la patria” se encoge hasta quedar reducido a una simple autoafirmación. Tan sólo significa: “Todavía existo”.
En un mundo extraño y sin perspectivas, el dicho “la lengua es la patria” supuso para los exiliados la reiteración verbal de la persistencia en sí mismos. La gente cuya patria les deja entrar y salir a su antojo no debería abusar de esta frase. Ellos tienen un suelo firme bajo los pies. Al proceder de su boca, esta frase deja de lado la tragedia de los fugitivos. Sugiere que los exiliados podían ignorar el colapso de su existencia, la soledad y la perpetua fractura de su identidad, ya que la lengua materna que llevaban dentro del cráneo a modo de patria portátil lo arreglaba todo. Uno no puede, sino que tiene que llevarse consigo su lengua. Sólo estando muerto podría dejar de hacerlo. Pero ¿qué tiene que ver eso con la patria?
La patria es aquello que se dice
Me atengo a una frase de Jorge Semprún. Figura en su libro Federico Sánchez se despide de ustedes y es el resumen de lo que fue Semprún durante la dictadura de Franco como prisionero del campo de concentración y como exiliado residente en el extranjero: “La patria no es la lengua, sino lo que se dice.” Él conoce el mínimo acuerdo íntimo que hay que tener con los contenidos que se dicen en una lengua para poder formar parte de ella. Cómo iba el español a ser una patria para él en la España de Franco. Los contenidos de la lengua materna se enfrentaban a su vida. La intuición de Semprún de que “la patria es lo que se dice” es una intuición que piensa, en lugar de consolarse con la idea de patria en el momento más miserable de su propia existencia. Y cuántos iraníes no hay que por una sola palabra en persa son lanzados a un calabozo. Y cuántos chinos, cubanos, norcoreanos, iraquíes hay que ni por un momento pueden sentirse en casa en su lengua materna. ¿O acaso podría tener una patria alguien como Sájarov, en arresto domiciliario con la lengua rusa?
Cuando en la vida todo falla, también se nos desmoronan las palabras. A ello hay que añadir que todas las dictaduras, tanto las de derechas como las de izquierdas, tanto las ateas como las religiosas, ponen la lengua a su servicio. En mi primer libro que trataba de una infancia en un pueblo bánato-suabo, la editorial rumana censuró, junto a muchas otras, la palabra “maleta”. Se había convertido en una palabra conflictiva porque había que tabuizar la emigración de la minoría alemana. Esta dominación les tapa los ojos a las palabras e intenta borrar el discernimiento inmanente a los términos de una lengua. La lengua obligada se vuelve tan hostil como la humillación que encierra.
La lengua obligada como advertencia
De niña la lengua obligada ya me había salido al encuentro a diario en la escuela: Por un lado en cuanto repetición de himnos y rituales solemnes para el Partido y la patria, a fin de ejercitar en plena infancia la obediencia incondicional y de impedir el pensamiento independiente o cualquier otro rasgo individual. Por otro lado la lengua obligada me había salido al encuentro desde casa, en cuanto advertencia que me instaba a guardar silencio en la escuela sobre todo lo que se dijera en casa y en familia. Y eso que en casa no se decía gran cosa, ni siquiera lo más necesario. Creo que los campesinos hablan menos de lo que es preciso; tienen el natural más parco en palabras que me he encontrado nunca. La fuerza de los campesinos de mi entorno de entonces era su gran capacidad para guardar silencio, un silencio denso, tan persistente que casi no llamaba la atención. Era un modo de vida en el que hablar no habría sido adecuado.
Esta forma de guardar silencio no equivale a una pausa entre dos discursos, sino a un bien en sí mismo. En casa, entre los campesinos, aprendí un modo de vida que no había hecho una costumbre del empleo de las palabras. Cuando no se habla nunca de sí mismo, no se dice gran cosa. Cuanto más estuviera alguien en situación de guardar silencio, tanto más intensa era su presencia. Como todos en casa, también yo había aprendido a interpretar en los demás el temblor de las arrugas faciales, de las venas del cuello, de las aletas de la nariz o de las comisuras de la boca, de la barbilla o de los dedos, sin esperar a las palabras. Entre personas que callan, nuestros ojos habían aprendido a reconocer el sentimiento que acompaña alguien por la casa. Escuchábamos más con los ojos que con los oídos. Así fue surgiendo una agradable pesadez, como un prolongado sobrepeso de las cosas que teníamos en la cabeza.
Las palabras no proporcionan esa clase de peso, ya que nunca se quedan quietas. Después de hablar enmudecen apenas han sido dichas. Sólo se dejan articular de una en una y una detrás de otra. A una frase sólo le toca llegar cuando la anterior ya se ha ido. Pero al guardar silencio todo aparece de golpe, todo lo que no se ha dicho en mucho tiempo se queda atrapado, incluso lo que no se dice nunca. Es una situación estable, cerrada en sí misma. Y el hablar es un hilo que se rompe, que se parte a sí mismo con los dientes y que hay que volver a atar una y otra vez.”
L’assaig va ser publicat sota el títol “Ist Sprache Heimat?” a la revista especial “Reportagen – Bilder – Gespräche. 60 Jahre Goethe-Institut” (“Reportatges – Imatges – Converses. 60 anys Goethe-Institut), Ed: Goethe-Institut, Múnich, 2011.
Traducció: Rosa Sala Rose
La conferència tindrà lloc dimarts 26 de juny, a les 19:30h al CCCB i coincidirà amb la inauguració de la mostra “Herta Müller: El cercle viciós de les paraules”, que es podrà veure al Hall del CCCB fins l’1 de juliol.