O por qué hay que leer a Eduardo Mendoza cada verano (y venir a escucharlo al Primera Persona)
Es el as de los detectives arruinados, medalla de latón de las existencias insolventes, plusmarquista olímpico de la precariedad (triple salto mortal en las Picornell, la piscina vacía y la ciudad al fondo). Pero cuando quieran dedicarle una calle en Barcelona, tendremos un problema. Porque entre las muchas cosas de las que carece este personaje la primera que no tiene es un nombre.
He aquí algunas hipótesis por las que Eduardo Mendoza podría haberle ahorrado un bautizo al detective de sus cuatro novelas más guasonas: a) No quería que le dedicaran una calle (hizo eso tan raro que es escribir para divertirse, que es la única forma de acabar divirtiendo al lector); b) Pretendía subrayar sus carencias así que lo dejó anónimo: por no tener, que no tuviera ni nombre; c) Quería que cada lector se identificara con él; d) Prefería que fuera el lector quien se lo pusiera; e) Barajó la posibilidad de llamarlo Millet o Maragall, pero al final lo descartó.
Así que al que es, con permiso de Plinio (no el pelota del emperador Trajano, sino el policía de Tomelloso creado por García Pavón), el Mejor Detective Español del Siglo XX se le conoce como “el detective sin nombre”, “el detective manicomial”, “el detective loco”, “el detective amante de la Pepsi-cola”, “el detective de Mendoza” y, permítannos, “el detective favorito de los organizadores de un festival llamado Primera Persona”.
Este detective, como la España de 1978 donde vivió sus primeras cuitas, suele ATRAVESAR problemas morrocotudos. Y quizás él, que ignora la pompa pero que habla con un estilo resabiado, que exhibe una labia con todos los quilates que no atesora en su cartera, no habría elegido el verbo atravesar, porque, como sucede en 2015, “nada hace prever que vayamos a salir por el otro lado”.
Las historias del detective de Mendoza deben leerse en la calle, en el metro, en la playa, en terrazas públicas, en convenciones de telefonía móvil e incluso en auditorios silenciosos para reír impúdicamente y demostrarle al mundo que esto de leer puede ser la monda. Que la euforia que generan sus laberínticas gestas se parece mucho al estado de excitación en el que caería uno después de echarse al coleto los 35 botellines de Pepsi que el detective suele trasegar en cada una de sus aventuras burbujeantes. Para vivirlas, la policía lo saca de la clínica mental, su residencia habitual, quizás porque sabe que solo un loco puede encontrar los móviles lógicos de la realidad (mucho más demente y absurda que la más disparatada de las ficciones).
Que el azar es el único motor de toda historia lo saben los agentes de bolsa, los Hombres del Tiempo, las abuelas del Bingo, los adictos a echar la Primitiva y los buenos novelistas, esos que son conscientes de que la anécdota es la sal de la narración (y que a veces es tronchante y da suerte volcar todo el salero). Bien, pues ya puede entrar en escena una casualidad: este verano estaba volviendo a leer (odio el verbo releer y no lo usaré aunque se resienta la sintaxis: solo dicen que releen los que en realidad no leen jamás) sus aventuras. Leía al fresco en el corral de una aldea zamorana, rodeado de cortinos, orquestas de verbena, bocinazos francachélicos de coches rumbo a la diversión. Decidí entonces enviarle a Kiko Amat un mensaje con un párrafo la mar de hilarante de El laberinto de las aceitunas. Me contestó con otro de El misterio de la cripta embrujada. Los dos habíamos decidido, sin hablarlo antes, volver a Mendoza el pasado verano (decíamos que a Mendoza, como a la aldea y a la cola del INEM, siempre se vuelve). Así que nos prometimos intentar que sus zapatos pisaran el Primera Persona.
Su detective sale de los bajos fondos, duerme en un manicomio y regenta una peluquería (escribió Simenon que su detective Maigret debería ser peluquero, porque son los que conocen mejor el alma humana). Ríe y patalea en el fango y es un poco como esas orquídeas que crecen en lodazales. Es pobre, majara y desgraciado como su tío yanqui, el detective en Babilonia de Richard Brautigan. No llegaron a conocerse, ya que éste solo visitó nuestro país durante la Guerra Civil. ¿El Souvenir? Dos balas alojadas en el pompis que lo libraron de la Segunda Guerra Mundial. El detective de Brautigan no tiene ni para comprar una pistola, pero quizás por eso, y como hacemos con el de Mendoza, regalamos y recomendamos sus libros como si nuestro nombre fuera Mr. Smith y fuéramos puerta a puerta intentando endilgar el maravilloso libro de los mormones. En parte lo hacemos por si algún día a esos detectives les alcanza la calderilla de los derechos de autor para comprarse una pistola y se pueden cargar a todos los mandarines de la literatura aburrida.
No nos importa mucho que Mendoza gane Premios Planeta ni que la gente ensaye hincados, genuflexiones y prosternaciones cada vez que se mentan sus obras más aplaudidas. Lo importante es que Mendoza escribía como le daba la santa gana y lo hacía con tal talento, frescor y brillo que cada año genera nuevos lectores (y vocaciones, en mi caso) en los coles e institutos. Todos querríamos saber el nombre del detective sin nombre y todos querríamos tomarnos una Pepsi con Mendoza (la beberíamos con tragos muy cortos para escucharlo más rato).
Escribía Raymond Chandler sobre los detectives privados, que en realidad son como los buenos escritores, lo siguiente: “Si hubiera bastantes hombres como ellos, creo que el mundo sería un lugar muy seguro en el que vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que no valiera la pena habitar en él”. Lo mismo pienso no solo del detective de Mendoza, sino de Mendoza. Aquí algún insensato acabaría con un felicísimo cliché: “Si Mendoza no existiera, ¡habría que inventarlo!” (aplausos, en la cara del ocurrente). Ya, amigo, pero es que solo alguien tendría la capacidad fabuladora y el ingenio para inventar a Eduardo Mendoza. Y ese tipo es Eduardo Mendoza. Así que menos mal. Menos mal que existe Eduardo Mendoza. Si un día desapareciera, habría que llamar al detective sin nombre para que lo buscara. Y a ver cómo lo encontrábamos, porque no sabríamos por qué letra buscar en las Páginas Amarillas.
Eduardo Mendoza conversarà amb José Luis Cuerda divendres, 8 de maig dins del festival Primera Persona.