Este es uno de los artículos que formarán parte del fanzine sobre cultura de culbus que se está preparando para la próxima sesión BCNmp7 en el CCCB (viernes 11 de octubre en el Teatro). Músicos, DJ’s, periodistas musicales… escriben sobre el fenómeno. ¿Existe o existió la cultura de club? Próxima entrega: Txarly Brown.
Cuando empecé a aficionarme a la música electrónica lo que se entendía entonces por cultura de club significaba alguna cosa, o al menos eso me hicieron creer. Por mi particularidad geográfica frecuentaba Florida 135, en Fraga, una de las tres salas responsables a mi modo de ver de que esta gran pelota que es la música de club avanzara hacia a algún lado en Catalunya y alrededores. España se estaba desperezando de su anterior cultura de club, la ruta del bakalao, para abrazar las corrientes de música electrónica que felizmente ya mandaban en la mayoría de países de nuestro entorno. Fue precisamente en un viaje a Francia cuando Juan Arnau, propietario del club oscense, decidió dar un giro a su programación. Sin embargo, al rememorar esa transición todo lo que me viene a la mente es un camino un tanto espinoso. En la primera sesión del italiano Francesco Farfa en España, si no recuerdo mal durante el otoño de 1994, escuché silbidos. Mucha de la gente congregada esa noche abandonó la sala en la primera media hora para acabar anidando en el parking. La visita de Laurent Garnier en 1995 también produjo sensaciones encontradas. El público no estaba todavía demasiado preparado. Hasta que esa esencia puramente rutera no desapareció no empezamos a utilizar con determinación el término cultura de club. Personalmente siempre he pensado que la estricta pureza del la frase de marras queda enmarcada en la Inglaterra de finales de los 60: Blackpool Mecca, Twisted Wheel o Wigan Casino y la explosión vital del northern soul fueron el comienzo de la auténtica cultura de club. La estética ceremoniosa del público, el culto al baile como forma de vida y el estatus artístico, elevado a categoría de Dios, del selector de discos. ¿Hablamos de eso, no?
Durante la segunda mitad de la década de los 90 nos empapamos de toda la electrónica que entraba sin piedad. Etiquetas como downtempo, drum & bass, IDM, deephouse, 2-step o breakbeat se colaron a la velocidad de un meteorito. Bajo el paraguas de lo novedoso, lo vanguardista y lo supuestamente moderno, llegamos a tragarnos cosas buenas, regulares, malas e incluso infumables. No en la teoría pero sí en la práctica, los filtros fueron casi inexistentes. Cogíamos el Dance De Lux y leíamos todas y cada una de las reseñas en busca de ese disco que nos cambiara la vida. Todo era nuevo, todo merecía escuchas, páginas, charlas acaloradas en la tienda y minutaje en festivales. Monegros gozó incluso durante algunos años de un escenario de drum and bass. Inaudito.
Sin embargo, creo que ese término es un axioma generacional generado por una simple ecuación espacio-tiempo. Me explico. 20 años llevo girando entorno a la música de baile. Tras mis primeras experiencias de club viajé a Londres, donde empecé a pinchar en clubs de funk. Desprovisto del contexto techno, mi abanico musical se amplió. Un año después me trasladé a Valencia, y tres después a Madrid, donde residí ocho años. Durante todo ese tiempo he organizado fiestas, pinchado, he frecuentado y he trabajado para clubes y, sobre todo, he colaborado codo con codo con gente vinculada a la escena nocturna. Me atrevo a decir que nadie en su sano juicio ha seguido utilizando esa expresión más allá de los años 2002-2003. Incluso puedo afirmar que cuando alguien la ha mentado ha sido para hacer un chiste o tachar de pretencioso al que la ha soltado. Durante esa explosión desmedida de etiquetas daba la impresión que la cosa no tenía fin. Escuchábamos a DJ Krush y hablábamos de hip-hop abstracto. Si Kruder & Dorfmeister hacían una remezcla buena, todo el downtempo nos parecía excitante. Si Garnier mezclaba techno, house y drum & bass en una sesión de tres horas eso era el éxtasis. Se le llamaba eclecticismo. Hubo un tiempo en el que había noches de drill & bass en Nitsa, en ellas podías ver a 1200 personas bailando como si no hubiera mañana a un ritmo endiablado: no veo comparación alguna en el actual estado de la nación. ¿No suena esto un poco a ciencia ficción ahora? El público de entonces se ha hecho treinta o cuarentañero, se ha casado, ha comprado una casa y ha tenido hijos o simplemente está a otros quehaceres. Algunos estarán en el paro también. Los que vienen desde abajo suben con el piñón cambiado. La música electrónica ha seguido transformándose, cogiendo derivas interesantes, decepcionantes o irrelevantes, como antaño. Se ha fracturado, como se ha partido en mil también el rock y el pop. Con la desintegración de la industria musical se han ido al garete casi todos los filtros, y, aunque no seré yo quien defienda a los tiburones, no todo son asociaciones buenas cuando hablamos de una caída tan gigantesca. Ya no leemos las mismas revistas porque muchas han sido engullidas por la(s) crisis, así que muchos de esos inputs vienen ahora de publicaciones internacionales. Han desaparecido la mayoría de tiendas de vinilo, motores importantes para dj’s y punto de encuentro de apasionados compradores. A grandes rasgos, el tinglado sigue en manos de todos esos que empezaron algo en los 90, y eso es probablemente lo más preocupante de todo.